El Padre me toca y me dice que vaya a él.
Que a Dios le gusta que esté con él.
No entiendo mucho.
Usa palabras raras.
Me pregunta si mi padre me hace eso.
Le digo que no.
Lleva mi mano a su cuerpo,
tapado por la sotana.
Arrastra su mano por mi espalda.
Siento frío.
Tiemblo.
No sé qué hacer.
Me pide silencio.
No se si está bien o está mal
lo que me pide que haga.
No sé si está bien
lo que él tocándome, me hace
cuando quedamos solos,
en silencio.
Con voz agitada
reza mientras me toca.
Esa parte suya se pone dura
mientras le habla a Dios.
Yo no entiendo nada.
No sé si está bien o está mal
porque por algo es el cura.
No me animo a contarlo
ni a mi padre ni a mi madre.
Capaz que me pegan,
capaz que me obligan
a confesarme otra vez con él.
Cuando su leche sale de su cuerpo
y sus ojos se doblan,
pronto se tapa y oculta
y reza no sé qué.
Entonces me da una moneda.
Me dice cuánto me quiere.
Me pide perdón.
Llora y se ríe.
Y salgo de la iglesia sin saber
bien qué pasó.
Me siento pecador.
Me siento culpable.
Juro no volver.
Pero mi madre y mi padre insisten
orgullosos de que sea
el preferido del cura confesor.
Yo no quiero,
pero no me van a creer.